viernes, 19 de junio de 2009

Fragmentos "La Hija del Canibal", Rosa Montero

Pero esa noche, en la cama, aturdida por lo incomprensible de las cosas, me sorprendió sentir un dolor que hacía tiempo que no experimentaba: el dolor de la ausencia de Ramón. A fin de cuentas llevábamos diez años viviendo juntos, durmiendo juntos, soportando nuestros ronquidos y nuestras toses, los calores de agosto, los pies tan congelados en invierno. No le amaba, incluso me irritaba, llevaba mucho tiempo planteándome la posibilidad de separarme, pero él era el único que me esperaba cuando yo volvía de viaje y yo era la única que sabía que él se frotaba minoxidil todas las mañanas en la calva. La cotidianeidad tiene estos lazos, el entrañamiento del aire que se respira a dos, del sudor que se mezcla, la ternura animal de lo irremediable. Así es que aquella noche, insomne y desasosegada en la cama vacía, comprendí que tenía que buscarlo y encontrarlo, que no podría descansar hasta saber qué le había ocurrido. Ramón era mi responsabilidad, no por ser mi hombre, sino mi costumbre.

Con la desaparición de Ramón aprendí que el silencio puede ser ensordecedor y la ausencia invasora. No es que echara exactamente de menos a mi marido: ya digo que estábamos acostumbrados a ignorarnos. Pero llevábamos una década viviendo a dos, y eso crea una relación especial con el espacio. Ya no me cruzaba con él en el cuarto de baño por las noches, no le oía resoplar en la cama a mi lado, no encontraba los restos de su café en la cocina cuando me levantaba —porque siempre me levantaba después que él: Ramón era funcionario del Ministerio de Hacienda y tenía un horario regular—. Cuando vives a dos el mundo se adapta a ese ruido, a ese ritmo, a esos perfiles, y la súbita ausencia del otro desencadena un cataclismo en el paisaje. Me sentía como el ciego a quien un día cambian los muebles de lugar sin advertírselo, de manera que el salón de su casa, tan conocido, se convierte de repente para él en un territorio tan ajeno y desconcertante como la tundra.

Yo no tengo niños. Quiero decir con esto que sigo siendo hija y sólo hija, que no he dado el paso habitual que suelen dar los hombres y las mujeres, las yeguas y los caballos, los carneros y las ovejas, los pajaritos y las pajaritas, como diría yo misma en mis abominables cuentos infantiles. A veces esta situación de suspensión biológica resulta algo extraña. Todas las criaturas de la creación se afanan prioritaria y fundamentalmente en parir y poner y desovar y empollar y criar; todas las criaturas de la creación nacen con la finalidad de llegar a ser padres, y hete aquí que yo me he quedado detenida en el estadio intermedio de hija y sólo hija, hija para siempre hasta el final, hasta que sea una hija anciana y venerable, octogenaria y decrépita pero hija.

En la vida hay conocimientos que se buscan y conocimientos que se encuentran. Los conocimientos que se buscan suelen ser técnicos, o eruditos. Normalmente se adquieren paso a paso, con una presunción previa de lo que vendrá. Claro que también puede tratarse de asuntos emocionales e íntimos; una muchacha virgen puede querer saber lo que es el sexo, por ejemplo. Pero, aun en estos casos, los conocimientos que se buscan suelen ser un desarrollo de la propia vida. Añaden, no restan. Aportan datos, memorias y vivencias. Acumulan.

Los conocimientos que se encuentran, por el contrario, suelen amputar una parte de ti. Por lo pronto, te roban la inocencia. Tú estabas tan tranquilo, ignorante feliz de tu ignorancia, cuando, zas, te atrapa una novedad, una maldita sabiduría a la que no aspirabas. Por lo general, una revelación es eso: un fogonazo de insoportable claridad, un rayo de realidad que te cae encima. Una luz despiadada bajo la que descubres que lo que antes eran para ti paisajes no son más que forillos, y que has vivido en un teatro creyendo que era vida; de modo que has de recolocar tu pasado, reescribir de nuevo tu memoria y perdonarte a ti mismo por tanta estupidez y tan feroz ceguera. Para bien o para mal, nada sigue igual tras una revelación como es debido.

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