viernes, 17 de febrero de 2012

La soledad era ésto . Juan José Millás

"Esto debe de ser la soledad, de la que tanto hemos hablado y leído sin llegar a intuir siquiera cuáles eran sus dimensiones morales. Bueno, pues la soledad era esto: encontrarte de súbito en el mundo como si acabaras de llegar de otro planeta del que no sabes por qué has sido expulsada. (...) La soledad es una amputación no visible, pero tan eficaz como si te arrancaran la vista y el oído y así, aislada de todas las sensaciones exteriores, de todos los puntos de referencia, y sólo con el tacto y la memoria, tuvieras que reconstruir el mundo, el mundo que has de habitar y que te habita. ¿Qué había en esto de literario, qué había de divertido? ¿Por qué nos gustaba tanto?"

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Ayer fui a ver a mi hija. Había creído in­genuamente que sería capaz de permane­cer al margen de su embarazo, pero desde que mi hermano me comunicó la noticia la idea fue creciendo como una obsesión hasta el punto de que no era capaz de pensar en otra cosa. Me preguntaba una y otra vez por qué no me lo había dicho y me respon­día en forma de estados de ánimo. De ma­nera que unas veces me ponía triste; otras, furiosa, y en algunos momentos pensaba en ello como si no me concerniera. Pero sí me concierne, sí, porque quizá se trata del últi­mo de los hechos relacionados con mi his­toria; o con mi prehistoria, si es cierto que estoy a punto de convertirme en otra. No sé, me percibo de una manera algo confusa y en esa confusión hay un poco de todo: an­siedad, miedo, desgana, vértigo, pero tam­bién curiosidad y un punto de optimismo algo gratuito en relación a mi futuro. Por un lado parece evidente que ya no perte­nezco al conjunto de afectos cruzados o en­lazados que forman el tejido familiar, pero, por otro, siento a veces que este tejido es el único lugar en el que la vida, mi vida, sería posible todavía.
El que mi hija vaya a ser madre y, sobre todo, el que no me haya hecho partícipe de tal suceso, me coloca como fuera del mun­do, en un lugar donde el grito no suena, donde las lágrimas no reblandecen nada. Aunque también pienso que, si mi meta­morfosis se consuma, mi hija y yo quedare­mos unidas por un hilo invisible, un hilo or­gánico a partir del cual, tal vez, se empiece a construir un tejido nuevo en el que cada una de nosotras, con el transcurrir de los años, ocupará un lugar preciso.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Fragmento Adagio Confidencial - Mercedes Salisachs

—¿Sabes, Germán? Estoy plenamente convencida de que el amor (eso que la gente lla-ma amor) es única­mente una especie de nivel, un hueco que pide ser relle­nado, una autosatisfacción compartida.

—¿A qué viene esa definición?

—Estaba queriendo analizar el fenómeno sentimen­tal. Todo el mundo necesita sentirse compenetrado con otra persona, pero todo el mundo se engaña cuando encuentra a esa per-sona. De hecho creemos que pone­mos nuestro amor en ella, cuando lo que ocurre es que nos amamos a nosotros mismos a través de ella. No, Germán: no es la persona lo que verdadera-mente im­porta: es lo que esa persona puede darnos o acaso lo que esa persona puede hacer-nos sentir cuando el vacío nos invade.
Germán acaricia el reloj, no replica. Mira las mane­cillas y escucha el tictac, casi imper-ceptible, tímido como el goteo de los árboles.

—Luego está la novedad. La novedad es un acicate poderoso. Por eso el ser humano es tan inconstante. Siempre creemos que puede haber algo mejor...
Germán enciende otro cigarrillo, lentamente, como tiene por costumbre. Dice sin apartar la vista del reloj:

—Es posible que tengas razón.

—Ahora comprendo que si yo me decanté hacia ti, fue solamente por eso. Porque me sentía vacía, porque Rogelio me negaba todo lo que tú me dabas.

—¿Sólo por eso?

—Estoy casi segura.

—Entonces el amor es un mito.

—Creo que sí. Sólo que la vida está llena de mitos fundamentales.

—Si fue un mito, ¿cómo te explicas que durase tanto?

—Porque jamás llegó a cumplirse. Porque tuvimos el buen gusto de no quemarlo.
Vacila, piensa con­cienzudamente lo que va a decir. Añade luego—: Ade­más, casi todos los mitos son reflejos de una realidad. El amor existe, pero no tal como lo comprende el hom­bre. El ser humano se ha empeñado en reinventarlo, en hacer del amor algo propio, algo aje-no por completo a la fuente que lo nutre.

—No te entiendo.

—Es muy sencillo —dice Marina, y su voz se apaga cada vez más—. El amor es sacri-ficio, y el ser humano lo vuelve egoísta. El amor es pureza y el ser humano lo ensucia. El a-mor es esperanza y el ser humano lo de­sespera. Confundimos el amor con el sexo, la pose-sión con la felicidad, la inquietud con la ilusión... No sa­bemos manejar el amor. Por eso lo destruimos.

Germán se pone ceñudo. Tal vez no la entienda. O acaso esté pensando qué clase de a-mor siente él por Vilana...

Marina percibe su confusión claramente, igual que si un rayo invisible uniese los pensa-mientos de ambos. Pero aunque unidos se rechazan, se repelen.

—Yo quiero a Vilana —murmura él como si inten­tara convencerse de lo que está dicien-do—. Le he sido infiel, pero la quiero.

Y Marina piensa: «Ni siquiera se da cuenta de que, al afirmar eso, está proclamando su desamor.» Le falta poco para decirle: «Querer a una persona no es amarla; es acostumbrarse a ella.»

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