miércoles, 4 de diciembre de 2019

La ridícula idea de no volver a verte. Rosa Montero

(...)

Como no he tenido hijos, lo más importante que me ha sucedido en la vida son
mis muertos, y con ello me refiero a la muerte de mis seres queridos. ¿Te parece lúgubre, quizá incluso morboso? Yo no lo veo así, antes al contrario: me resulta algo tan lógico, tan natural, tan cierto. Sólo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo; la Tierra detiene su rotación y las trivialidades en las que malgastamos las horas caen sobre el suelo como polvo de purpurina. Cuando un niño nace o una persona muere, el presente se parte por la mitad y te deja atisbar por un instante la grieta de lo verdadero: monumental, ardiente e impasible. Nunca se siente uno tan auténtico como bordeando esas fronteras biológicas: tienes una clara conciencia de estar viviendo algo muy grande.

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El verdadero dolor es indecible. Si puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es tan importante. Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero que te arranca es la Palabra. Es probable que reconozcas lo que digo; quizá lo hay has experimentado, porque el sufrimiento es algo muy común en todas las vidas (igual que la alegría). Hablo de ese dolor que es tan grande que ni siquiera parece que te nace de dentro, sino que es como si hubieras sido sepultada por un alud. Y así estás. Tan enterrada bajo esas pedregosas toneladas de pena que no puedes ni hablar. Estás segura de que nadie va a oírte.

(...)

Siempre, nunca, palabras absolutas que no podemos comprender siendo como somos pequeñas criaturas atrapadas en nuestro pequeño tiempo. ¿No jugaste, en la niñez, a intentar imaginar la eternidad? ¿La infinitud desplegándose delante de ti como una cinta azul mareante e interminable? Eso es lo primero que te golpea en un duelo: la incapacidad de pensarlo y de admitirlo. Simplemente la idea no te cabe en la cabeza. ¿Pero cómo es posible que no esté? Esa persona que tanto espacio ocupaba en el mundo, ¿dónde se ha metido? El cerebro no puede comprender que hay a desaparecido para siempre. ¿Y qué demonios es siempre? Es un concepto inhumano. Quiero decir que está fuera de nuestra posibilidad de entendimiento. Pero cómo, ¿no voy a verlo más? ¿Ni hoy, ni mañana, ni pasado, ni dentro de un año? Es una realidad inconcebible que la mente rechaza: no verlo nunca más es un mal chiste, una idea ridícula.

Rosa Montero

Fragmentos Mañana no será lo que Dios quiera.

El calendario de los sentimientos no admite cronómetros, no responde a un tiempo lineal y sistemático, no arranca las hojas de los días siguiendo un ritmo disciplinado. Después de largos periodos de estancamiento, se producen saltos de una longitud decisiva, distancias pequeñas que abren abismos en las preocupaciones y en los deseos.
 
(...) 
 
El mal y el bien dependen de cada uno, forman parte de la conciencia y de la condición humana. Pero hay situaciones en las que el mal y el bien se convierten en formas de entrar en sociedad, de tomar partido, y se confunden con la autoridad o la complicidad. Ya no se trata sólo de ser buena o mala persona, sino de dejar claro a qué bando se pertenece, qué valores se respetan, qué jerarquía es necesaria para que el mundo se mueva en la dirección correcta.


(...) 
 
Hasta que no se sufren, nadie puede imaginar cómo pesan los silencios de las horas violentas, la desorientación de los días estancados en el miedo, en el no saber, en la intuición del dolor o de la desgracia. Nadie sabe tampoco, hasta que no siente su mordedura, lo que oprime el ruido de la violencia, la agresión de los gritos o de las explosiones que vacían el aire.

Luis García Montero

miércoles, 27 de marzo de 2019

Fragmento La pasión turca - Antonio Gala

Yo misma había llegado a convencerme de que mi matrimonio era perfecto. Las cuestiones que al principio me planteé dejé de planteármelas. No se resolvieron por eso, pero al menos no las tuve a todas horas delante de los ojos. Miraba hacia otro lado, pensando que la vida es tan grande como el inundo, o más grande aún que el mundo. La desgracia -me repetía- proviene, o se agranda, de no estar pendiente más que de una carencia, de una desilusión, de una añoranza. Si un huerto no da lechugas, no hay que dejarlo yermo, sino sembrar otras hortalizas y encontrar en ellas una compensación.
(...)
La debilidad del cachorro humano -comenzaba Laura mientras hacía el té- obliga a cuidarlo y adiestrarlo durante muchos años. Eso lo convierte en superior a los de otras especies, y hace que conserve la curiosidad y la capacidad de sorpresa propias de la infancia a lo largo de toda su vida. Tales virtudes son las que suscitan a los poetas y a los sabios, porque la poesía y la ciencia nacen de la perplejidad. -Siendo así -interrumpía Felisa, que empezaba a comer la primera los bollos y las pastas, las niñas, que somos más débiles y más dependientes que los niños, nos transformaremos en mujeres más inteligentes 5 que los hombres.
-Por lo menos, según la educación que nos han dado -intervenía yo-, habremos aprendido a gustar, a seducir, a engañar, a conocer el interior de los varones, a verlos venir y, por lo tanto, a dominarlos.
Laura, molesta, retomaba el hilo de su discurso: -Las hembras de los mamíferos, primas hermanas nuestras...
-No lo dirás por mí: sólo he comido un bollo -la interrumpía Felisa.
-Esas hembras, repito, son, desde luego, más inteligentes que sus machos. Sencillamente porque luchan por su vida y la de sus crías más que ellos y porque saben a la perfección las tareas de la manada.
-Y, por si fuera poco -interrumpía de nuevo Felisa-, los machos se dedican a pelear por ellas. Que se jodan.
-En realidad -aclaraba Laura-, también se pelean por el alimento y por el territorio. Incluso, sin el pretexto del territorio, ni de las hembras, ni de la comida. Los machos se pelean, en general, por el poder.
-Qué desilusión -exclamábamos a un tiempo Felisa y yo.
-Un momento, un momento: las hembras sólo les conceden el derecho a cubrirlas. Se entregan al más fuerte y, una vez fecundadas, se retiran para dedicarse a ellas mismas y a sus camadas. Hasta hay ocasiones -se echaba a reír con picardía- en que mientras 104 machos, ya talluditos, litigan sobre quién será el primero, son seleccionados los más jóvenes por el instinto de las hembras, que se entregan a ellos a espaldas de los luchadores... Sucede como a menudo con los hombres: el dominante es vencido por la alianza de los débiles, que imponen su orden nuevo y dejan con tres palmos de narices al macho ganador. Uno cuida la viña y otro se la vendimia. Lo importante para la Naturaleza es perdurar. Y para eso la maternidad es lo imprescindible.
 -Bueno, pero a la maternidad se llega por... -comenzó Felisa.
-Cállate de una vez, que me cortas el hilo. Es curioso que, así como la maternidad enlaza a cada hembra con todas las demás, porque significa la solidaridad de la especie y una delegación de la Naturaleza, la paternidad es lo que individualiza al hombre, no sólo frente al resto de los machos de la zoología, sino frente al resto de los hombres. Nosotras, al ser madres, somos más animales; el hombre, al ser padre, es más humano. En los animales la paternidad no es decisiva: se acaba con la fecundación o muy poco después. -¿Quieres decir que la mujer madre no es humana? -preguntaba yo con asombro. -No quiero decir nada de eso, puesto que pare hombres. Lo que quiero decir es que, desde que el patriarcado destronó al matriarcado, la Humanidad se ha despegado tanto de su animalidad que nosotras hemos ido perdiendo primacía, poder e independencia. Antes los machos (cualquier macho, era igual) valían para lo que valían y adiós; ahora las mujeres nos vemos limitadas a cumplir el oficio de madres. Hay que ver qué timo el patriarcado. No sé si me entendéis: la repartición de los bienes originó la propiedad privada; la moralidad y el respeto a la familia originaron la prostitución; el nuevo orden machista originó la desigualdad y el desorden; la búsqueda de la fraternidad originó toda clase de diferencias; el establecimiento del derecho dio origen a las jerarquías; las religiones, a la culpa y a las penitencias; nuestras necesidades amorosas y el mantenimiento de la prole originaron el culto a la paternidad... A eso se llama salir el tiro por la culata. A nosotras ya no nos queda otro destino que la familia: somos hijas, esposas y madres nada más. En lugar de educar a las niñas para que deseen por su cuenta y riesgo, se las educa para que deseen sólo ser deseadas. Felisa y yo nos rebelábamos abandonando las tazas de té.
-Contra eso hay que luchar -gritábamos puestas en pie.
-Es muy difícil. Ya perdimos esa lucha una vez... Claro, que hay que tener en cuenta lo que ha escrito la Beauvoir: hacerse la deseada es muy distinto de ser un objeto pasivo. Una amante no se está quieta nunca: se renueva. Debajo del aparente abandono femenino hay una auténtica promoción; si alguna es elegida es porque subrepticiamente eligió antes; el seductor es seducido de antemano, aunque no lo perciba. Ese juego de los instintos está a nuestro favor, pero hay cosas en contra. Por ejemplo, la materialidad misma de los sexos, de los sexos físicos.
-Felisa y yo nos mirábamos al mismo tiempo ruborizadas y orgullosas de nuestro descaro-. El del varón es evidente, exterior, de uso fácil y limpio; en él coinciden la finalidad, .la disposición y el deseo; o sea, la función ha creado visiblemente el órgano. Por el contrario, nuestro sexo está oculto (y aún lo ocultamos más, porque el pudor es, por lo visto, nuestra principal virtud); es mucho más complicado y, como mínimo, doble.
-¿Doble? -preguntábamos Felisa y yo en el colmo del asombro.
-Sí, señoras: doble, no os hagáis de nuevas. Por su aspecto: el clítoris y la vagina; por su actitud: tan activa como pasiva; por su ubicuidad: en un sitio el orgasmo y en muchísimos la sexualidad...
-Así es mejor -replicaba Felisa, ya tranquila-. El hombre es más simplón: se gasta en cuanto goza. Mi novio...
-Cierto, pero eso no implica que lo nuestro sea una cosa simple. Simples son un pene y un escroto; lo nuestro es una expectativa, una llamada, un recipiente donde se deposita la simiente de la vida; más, donde se configura la vida, no metafórica, sino materialmente. Aunque no hablásemos de ellos o lo hiciésemos en abstracto, la vocación de los niños que un día tendríamos entre los brazos se hallaba detrás de todos nuestros pensamientos. Dijéramos que nuestra independencia era el fin de la vida, o que nuestro trabajo iba a ocupárnosla entera, las tres escuchábamos sin querer las voces de los niños que, conscientemente o no, presuponíamos. Era lo que resumía Felisa al exclamar: Ah, es que eso es mucho más trascendente que echar un polvo, hija.
-Y más largo y mucho más costoso.
-Yo no estoy descontenta de ser mujer -insistía Felisa-. Si un día quiero tener un pene, lo tendré.
-Por descontado, no faltaba más. Ya lo tienes, menuda eres tú. Pero, de momento, déjanos razonar. Porque de lo que hemos dicho...
-De lo que has dicho tú.
-De lo que he dicho se deduce una desventaja masculina. Una gran desventaja: ser hombre no es un don, es una conquista. No se reduce a tener el pene que tú dices; un hombre ha de probar su hombría: no sólo ante la mujer y ante los demás hombres, es decir, ante la sociedad, sino también ante él mismo. Sin embargo, las mujeres, nacemos ya mujeres; no tenemos que aprender a serlo.
-¿Cómo que no? -saltaba yo, que estaba siempre dándole a mi tema-. Nuestra sexualidad es reprimida y controlada hasta que llega nuestra hora, que no sabemos nunca cuál es, y también después. La educación que nos han impuesto los hombres nos ha vencido, Laura, convéncete; nos ha hecho objetos suyos.
-Ay, hija, de ninguna manera. Cómo se ve que sigues virgen. -Era Felisa, por supuesto-. ¿Por qué no vamos nosotras a conquistar igual que ellos, en competencia con ellos, como seres humanos que somos, dejando aparte la maternidad?
-Porque la maternidad no puede ser dejada aparte, o las que nos quedaríamos aparte seriamos nosotras -le gritaba Laura-. Mira, guapa, el trabajo del hombre, a lo largo de su vida, es transformar en fuerza su debilidad (en cualquier clase de fuerza), y la fuerza bruta en fuerza inteligente, o sea, en poder, y el poder, en imposición sobre los demás, o sea, en una ley. No la ley de la selva, que es anterior, sino otra racional, artificial, humana, que se opondrá con frecuencia a la primera, a la ley natural de supervivencia. Fíjate la distancia que hay desde la destrucción de los menos dotados a decir que los últimos serán los primeros o que has de amar al prójimo como a ti mismo.
-Eso ya es religión.
-La religión es la más humana de las leyes.
-No estoy segura. Yo creo que es la más beneficiosa para ciertos grupos -refunfuñaba Felisa. -Toda ley es provechosa para quien la impone.
-Bueno, bien -intervine yo ante el temor de que se enredaran-. Pero, si ésa es la tarea del hombre, ¿cuál es la de la mujer a todo esto?
-Las físicas, las del cuerpo: la concepción, el parto, la crianza y todo lo que llevan consigo. Desde este punto de vista el hombre es un ocioso; cuanto hace, lo hace fuera de él mismo. Su trabajo es decorativo, como si dijéramos. La Naturaleza, sin él, se habría organizado de otra forma. Su actividad, aun siendo estrictamente humana, para la especie es superflua. Sería muy difícil convencerlo, pero así es.
-¿Y el arte? —preguntaba yo, que siempre me habla sentido interesada por él.
-La creación quieres decir, supongo... He ahí un enigma sin resolver -respondía Laura, un poquito aficionada a lo teatral, y para la que cuanto ella ignoraba eran enigmas sin resolver-. El creador es como un ser bisexual. No porque tenga los dos sexos o los ejerza, sino porque se acumulan dentro de él. Tiene, como la mujer, el don de dar a luz su propio sentimiento a través de palabras o de colores o de formas; y tiene, también, como el hombre, una razón conquistadora que ordena y administra la belleza. Porque, a mi entender, todas las variedades imaginables de la creación se reducen a la bondad, la verdad o la belleza. El arte es lo que es; ni aspira a más, ni consigue más. Si alguien pretende hacer útil sus lágrimas; dejará de llorar... Yo me acordaba de un día en que mi padre me había reñido y castigado no sabía ya por qué, y en que, llorando apoyada contra la pared del jardín en Panticosa, quise llenar de lágrimas una campanilla azul que corté de una enredadera. Así -pensaba- podrían ver junto todo mi llanto. Pero lo malo fue que dejé de llorar en cuanto me propuse llorar más y contabilizarlo.
Laura seguía: -Si alguien persigue una finalidad distinta de la de recrearse, la obra de arte será objeto de mercado y efímera por tanto. El artista es como un vehículo, un ser prestado a ideas que él no podría siquiera enumerar: un ebrio, y en la embriaguez no hay cálculo que valga. Por eso encuentro que crear se parece tanto a concebir y parir.
-Pero de todo lo que estás diciendo se deduce que la mujer es la Naturaleza, y el hombre la cultura. ¿No podrá la mujer crear también con algo que no sea su sexo? ¿No podremos nosotras hacer arte? Te he advertido que el creador es bisexual. La creación está siempre al margen de la división de funciones entre machos y hembras.
-No te contradigas ahora, Laura -intervino Felisa-. Según tú, lo nuestro es parir.
-No sólo eso, cuidado. A veces el poder de parir pasa a un segundo término: la mujer puede animar a su hombre en su quehacer, puede engrandecerlo y darle la importancia que él ambiciona. Así será como un motor oculto de la Historia... Y además parir no basta nunca; el instinto no basta; está el amor: el amor al hombre que nos puso a parir -reíamos las tres a carcajadas- y al hijo que parimos y que nos representa.
-En definitiva -concluía Felisa- todo se reduce a un trueque: por su pene, su trabajo y su dinero, hemos de darle al hombre admiración, obediencia y respeto. Pues vaya un panorama.
-¿Y no hay manera de escabullirse de este callejón?
-Una veo yo a la larga: que nuestros hijos varones dejen de ser masculinos al modo que fueron nuestros abuelos, y que nuestras hijas dejen de ser frígidas y envidiosas de sus hermanos, y que se abstengan de sacrificarse por entero a un hombre, y no se confundan mirando su feminidad con ojos masculinos. De esto habría mucho que decir... Si no, la reciprocidad de los sexos seguirá siendo una utopía. Cada ser humano, hombre o mujer, ha de reconciliarse primero con su cuerpo, con la vida y la muerte de su cuerpo; de no hacerlo, jamás se reconciliará con otro ser humano, sea del otro o del mismo sexo. El hombre continuará sin ver en la mujer un igual y un colaborador; no verá más que una enemiga en potencia hacia la que le empuja el deseo, y de la que debe retirarse una vez satisfecho para ponerse a salvo. El hombre enamorado sabe que es vulnerable, tan débil como al principio: no ha hecho nada, no ha adelantado nada; está desguarnecido, enajenado (es decir, vendido), alterado (es decir, hecho otro), y ante esa circunstancia le sobreviene el miedo. Sólo una reacción de frialdad, de alejamiento, de simulación, o sea, de cinismo, le devolverá el sosiego; pero, en cambio, le arrebatará el amor... Ésa es la historia de muchos hombres y de bastantes mujeres: prefieren la potencia económica, el estatus social y el predicamento sobre los otros al amor, y de ahí que conviertan el amor, que es el único camino indefenso para salvarse, en un sentimiento de infelices e incultas mujeres

viernes, 17 de febrero de 2012

La soledad era ésto . Juan José Millás

"Esto debe de ser la soledad, de la que tanto hemos hablado y leído sin llegar a intuir siquiera cuáles eran sus dimensiones morales. Bueno, pues la soledad era esto: encontrarte de súbito en el mundo como si acabaras de llegar de otro planeta del que no sabes por qué has sido expulsada. (...) La soledad es una amputación no visible, pero tan eficaz como si te arrancaran la vista y el oído y así, aislada de todas las sensaciones exteriores, de todos los puntos de referencia, y sólo con el tacto y la memoria, tuvieras que reconstruir el mundo, el mundo que has de habitar y que te habita. ¿Qué había en esto de literario, qué había de divertido? ¿Por qué nos gustaba tanto?"

. . . . . . . 

Ayer fui a ver a mi hija. Había creído in­genuamente que sería capaz de permane­cer al margen de su embarazo, pero desde que mi hermano me comunicó la noticia la idea fue creciendo como una obsesión hasta el punto de que no era capaz de pensar en otra cosa. Me preguntaba una y otra vez por qué no me lo había dicho y me respon­día en forma de estados de ánimo. De ma­nera que unas veces me ponía triste; otras, furiosa, y en algunos momentos pensaba en ello como si no me concerniera. Pero sí me concierne, sí, porque quizá se trata del últi­mo de los hechos relacionados con mi his­toria; o con mi prehistoria, si es cierto que estoy a punto de convertirme en otra. No sé, me percibo de una manera algo confusa y en esa confusión hay un poco de todo: an­siedad, miedo, desgana, vértigo, pero tam­bién curiosidad y un punto de optimismo algo gratuito en relación a mi futuro. Por un lado parece evidente que ya no perte­nezco al conjunto de afectos cruzados o en­lazados que forman el tejido familiar, pero, por otro, siento a veces que este tejido es el único lugar en el que la vida, mi vida, sería posible todavía.
El que mi hija vaya a ser madre y, sobre todo, el que no me haya hecho partícipe de tal suceso, me coloca como fuera del mun­do, en un lugar donde el grito no suena, donde las lágrimas no reblandecen nada. Aunque también pienso que, si mi meta­morfosis se consuma, mi hija y yo quedare­mos unidas por un hilo invisible, un hilo or­gánico a partir del cual, tal vez, se empiece a construir un tejido nuevo en el que cada una de nosotras, con el transcurrir de los años, ocupará un lugar preciso.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Fragmento Adagio Confidencial - Mercedes Salisachs

—¿Sabes, Germán? Estoy plenamente convencida de que el amor (eso que la gente lla-ma amor) es única­mente una especie de nivel, un hueco que pide ser relle­nado, una autosatisfacción compartida.

—¿A qué viene esa definición?

—Estaba queriendo analizar el fenómeno sentimen­tal. Todo el mundo necesita sentirse compenetrado con otra persona, pero todo el mundo se engaña cuando encuentra a esa per-sona. De hecho creemos que pone­mos nuestro amor en ella, cuando lo que ocurre es que nos amamos a nosotros mismos a través de ella. No, Germán: no es la persona lo que verdadera-mente im­porta: es lo que esa persona puede darnos o acaso lo que esa persona puede hacer-nos sentir cuando el vacío nos invade.
Germán acaricia el reloj, no replica. Mira las mane­cillas y escucha el tictac, casi imper-ceptible, tímido como el goteo de los árboles.

—Luego está la novedad. La novedad es un acicate poderoso. Por eso el ser humano es tan inconstante. Siempre creemos que puede haber algo mejor...
Germán enciende otro cigarrillo, lentamente, como tiene por costumbre. Dice sin apartar la vista del reloj:

—Es posible que tengas razón.

—Ahora comprendo que si yo me decanté hacia ti, fue solamente por eso. Porque me sentía vacía, porque Rogelio me negaba todo lo que tú me dabas.

—¿Sólo por eso?

—Estoy casi segura.

—Entonces el amor es un mito.

—Creo que sí. Sólo que la vida está llena de mitos fundamentales.

—Si fue un mito, ¿cómo te explicas que durase tanto?

—Porque jamás llegó a cumplirse. Porque tuvimos el buen gusto de no quemarlo.
Vacila, piensa con­cienzudamente lo que va a decir. Añade luego—: Ade­más, casi todos los mitos son reflejos de una realidad. El amor existe, pero no tal como lo comprende el hom­bre. El ser humano se ha empeñado en reinventarlo, en hacer del amor algo propio, algo aje-no por completo a la fuente que lo nutre.

—No te entiendo.

—Es muy sencillo —dice Marina, y su voz se apaga cada vez más—. El amor es sacri-ficio, y el ser humano lo vuelve egoísta. El amor es pureza y el ser humano lo ensucia. El a-mor es esperanza y el ser humano lo de­sespera. Confundimos el amor con el sexo, la pose-sión con la felicidad, la inquietud con la ilusión... No sa­bemos manejar el amor. Por eso lo destruimos.

Germán se pone ceñudo. Tal vez no la entienda. O acaso esté pensando qué clase de a-mor siente él por Vilana...

Marina percibe su confusión claramente, igual que si un rayo invisible uniese los pensa-mientos de ambos. Pero aunque unidos se rechazan, se repelen.

—Yo quiero a Vilana —murmura él como si inten­tara convencerse de lo que está dicien-do—. Le he sido infiel, pero la quiero.

Y Marina piensa: «Ni siquiera se da cuenta de que, al afirmar eso, está proclamando su desamor.» Le falta poco para decirle: «Querer a una persona no es amarla; es acostumbrarse a ella.»

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jueves, 29 de diciembre de 2011

Fragmento . El tunel - Ernesto Sabato

Fué una espera interminable. No sé cuanto tiempo pasó en los relojes, de ese tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte. Pero de mi propio tiempo fué una cantidad inmensa y complicada, lleno de cosas y vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces extrañamente calmo y casi mar inmóvil y perpetuo donde María y yo estábamos frente a frente contemplándonos estáticamente, y otras veces volvía a ser río y nos arrastraba como en un sueño a tiempos de infancia y yo la veía correr desenfrenadamente en su caballo, con los cabellos al viento y los ojos alucinados, y yo me veía en mi pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada al vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos también alucinados.

Fragmento - Todo tiene su tiempo . Blanca Riestra

(...)No sé cuánto tiempo pasé así, durmiendo en la calle, alternando los cajeros automáticos - sublime el confort de los cajeros . y de las bocas de metro, envuelto en hojas de periódico, y aceptando las sobras de los restaurantes del centro.

Creo qeu aquel fue mi primer descubrimiento del placer aunténtico, ese que deriva de la comprensión perfecta de la materialidad del mundo. Para el mendigo cada día está repleto de riquezas, redondas, irreprimibles, monedas perfectas y panecillos tiernos, olores de comida y excrementos frescos, calidez de cajas de cartón o de noches estrelladas. Las rutina es siempre majestuosa, pero la rutina de un mendigo es ambrosía. Además, a mi siempre me había gustado el polvo de la calle, el hálito de la basura fresca, el leve perfume de la putrefacción de los contenedores de los domingos.

El primer día es siempre el más duro. Existe como un umbral de hielo que separa a un hombre decente de su doble desposeido. Pero una vez que uno da el paso y deja atrás la placenta horrorosa, todo sucede con facilidad.(...)

¿Por qué resulta tan tranquilizador y atenazante al mismo tiempo vivir del aire, vivir sin pensar más que en el instante presente, en la comida venidera, contemplar por primera vez y para siempre el mundo de manera completamente pura?

Y sin embargo no todo es simplicidad, contemplación, inmaculada inmediatez. (...)

(...)Queremos ignorar lo irremediable. Tomamos decisiones, emprendemos caídas o ascensos fulgurantes que creemos planificados, producto de nuestra razón, de nuestra sinrazón, de nuestro deseo. Pero las cosas tienen una vida propia, siguen siempre su curso caprichoso, a pesar de nosotros mismos. Es como si nuestro destino se fraguase en otro sitio. Nos afanamos inútilmente en rechazar todas nuestras posibles vidas, creemos tenerlo todo ya atado o bien atado, pero a veces lo que ni nos atrevemos a imaginar se nos cae encima y nos arrolla. Lo aceptamos.

Pero el sentido, porque existe un sentido, se nos escapa por completo. (…) Me resisto a creer que todo sea arbitrario. Todo acontecer está regido por una necesidad de equilibrio que se nos escapa.(...)