martes, 27 de julio de 2010

Fragmento " El alma de los peces"- Antonio Gómez Rufo

Siempre hacía frío en la pequeña ciudad austriaca de Weisberg. Hasta bien entrado el mes de mayo las temperaturas eran tan bajas que las ráfagas de viento se volvían guadañas de hielo sesgando la ciudad. El aire mordía con pinzadas gélidas, removiendo un baile de teas heladas que se adentraban por cualquier resquicio de la piel, acrecentando las sensaciones de la crudeza de aquel ambiente glacial. A veces la altivez del frío obligaba a contraer los cuerpos; entonces dolía como el filo de una astilla en los ojos o la menta pura en los orificios de la nariz; se congelaba en los dientes apretados y entumecia los bordes de las orejas y las palmas de las manos cuarteando la piel, acorchando lso sentidos y endureciendo los hilos de seda invisible con que se atan los pensamientos más pequeños.

Era un frío arrogante y transparente que se no se dejaba ver. En cambio, el aire se quejaba de un modo tan filoso, penetrante, contínuo y monótono que muchos de loa habitantes de Weisberg pensaban que teminarían por perder la razón. Y así un día, un invierno y otro más, año tras año.

Luego, en los meses de junio y julio, el sol reparaba en la insolencia de los hielos y respiraba sobre los más endebles; pero si daban las cinco de la tarde y los carámbanos habían conseguido resistir sin deshacerse, tenían tiempo de buscar alianzas y crecer mientras la noche rezaba lentamente us horas, para que el sol del nuevo día no se atreviese con ellos.

Después, en agosto, volvía a nevar; y para septiembre todo quedaba envuelto en el silencio, otra vez. Las pisadas sobre el manto de la nevisca siempre eran mudas, y los gritos carecían de eco. En el invierno de Weisberg incluso las conversaciones eran sigilosas: sólo el martilleo continuo de los picos y las palas sobre la roca, el crepitar de los leños en el hogar y el vuelo de las risas acuátiles de las mujeres más jóvenes vencían la quietud del mutismo que se extencía por la ciudad y sus alrededores desde el lunes hasta el domingo, cuando el campanario de la iglesia se echaba a repicar músicas con la llamada a los servicios.

Un año, aún se recuerda, brilló el sol a finales de diciembre; se cruzaron miradas de miedo , corazones encogidos ypresentimientos aciagos.

Y en febrero de aquel año un día no nevó y la señora Meyer se pasó la mañana rezando, porque creyó que había llegado el fin del mundo: luego un caballo de pelo negro enloqueció al atardecer y por la anochecida una vaca adelantó treinta días su parto: inexplicablente tuvo tres terneros y, misteriosamente tambien, los tres nacieron muertos.

Todos los vecinos de Weisberg estaban convencidos de que bajo el paisaje nevado que se extendía ante sus ojos crecían verdes los pastos; pero sólo hubiesen podido saberlo si algún año el verano de hubiera hecho más largo o la bonanza se hubiera desdoblado como un mantel. Por ello, cuando contaban sus viejas historias después de cenar, loa ancianos asegutaban a los niños que las praderas estaban alli, dormidas esperando a que el mago de los imposibles cambiase el orden de los deignios para despertarlas y que así los pequeños pudiesen corretear sobre ellas; pero que eso no sucedería hasta que que la tierra diese setenta y siete vueltas completas alrededor de la luna, que daba una cada siete años y que todavía faltaban siete, o tal vez más; ahora que, si tenían paciencia, algún día podrían jugar sobre las praderas si tenían paciencia, algún día podrían jugar sobre las praderas esmeralda y carmín con sus hijos, o con los hijos de sus hijos ...; y así los niños se dormían soñando mundos más cálidos mientras se frotaban la nariz, porque a causa del frío había noches que no la sentían y les daba miedo dormirse, no fuese que descubriesen al amanecer que se la había robado el ánima furtiva del lago o el elfo vagabundo de las nieves.

En Weisberg los pinos se abrigaban poniéndose un tabardo de nieve; o enterrándose en ella.

Y Stefanie miraba por la ventana, cada tarde, por si lo veía pasar.

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